El importante filósofo alemán Walter Benjamín (2001) señaló
que “[l]a
tarea de una crítica de la violencia puede circunscribirse a la descripción de
la relación de ésta respecto al derecho y a la justicia. Es que, en lo que
concierne a la violencia en su sentido más conciso, sólo se llega a una razón
efectiva, siempre y cuando se inscriba dentro de un contexto ético” (p. 23). Esta idea es fundamental porque permite repensar la idea del lugar de
enunciación de la obra de arte en el proceso de la violencia y su relación con
ésta. Tema muy a fin, sobretodo, al género narrativo. Este carácter donde se
describe, analiza o ficcionaliza ha sido abordado desde diversas perspectivas:
sociológicas, políticas y literarias en nuestro país para referirse sobre la
violencia terrorista, aún vigente en nuestros días. Gustavo Faverón Patriau,
autor de una importante antología sobre el tema (Toda la sangre. Antología de cuentos peruanos sobre la violencia
política, 2006), en el prólogo a su libro sentencia que “[s]entir que hemos
escapado del terror y la violencia nos permite a la vez saber que, por fin
nuevamente, tenemos una historia, pero también intuir que el agujero sigue allí
y que podemos deslizarnos a él otra vez en el futuro”(p.9); para Efraín Kristal
(2006) en la década de los años 80 surge “un nuevo tipo de representación de la
violencia en la literatura peruana: la violencia como un síntoma de una crisis
social” (p. 8); por su parte, Mark R. Cox (2006) subraya que dentro de la
narrativa peruana sobre la violencia política
desde 1980 propugna que “una de sus corrientes más importantes se nutre de la
tradición indigenista y se asocia con el surgimiento en los años ochenta de lo
que se llama la narrativa andina” (p. 18). Este preámbulo, puede servirnos para
introducirnos en una de las líneas temáticas más desarrolladas a fines del
siglo XX y revisitadas, una vez más, en un nuevo libro.
Edgar Norabuena Figueroa (Huaraz, 1978) acaba de publicar Fuego cruzado. Relatos de la violencia
terrorista (Lima: Editorial Pantera negra); conjunto de narraciones que
tienen como un angustioso telón de fondo el tema de la violencia política
desatada en la década de 1980 y que en los relatos, aparece focalizada en los
andes. Para el caso ancashino, autores como Carlos Eduardo Zavaleta (en “El
padre del tigre”), Óscar Colchado Lucio (en Rosa
cuchillo), Julio Ortega (en Adiós
Ayacucho), Macedonio Villafán (en “Cena de difuntos”), Gonzalo Pantigoso
(en “Scorpio”) y jóvenes escritores como
Augusto Rubio Acosta (en “Avenida indiferencia”), Eber Zorrilla (en “A ti no te
gustan las mujeres”) y Edgar Norabuena (en “Juego Mortal”) han incursionado en
este tema desde diversas perspectivas. Los relatos de Fuego cruzado, en su conjunto, focalizan un espacio mitificado como
“Uchpa” (en quechua: cenizas), donde suceden fugazmente épocas felices para dar
paso a una masacre consecutiva que finaliza en al abandono de la tierra y el
reclamo de los muertos para no sucumbir ante el olvido. Particularmente, pienso
que, si no hubiera una intención de presentarlos como cuentos, serían estos
relatos fragmentos de una novela que presenta la extinción mítica y fractura de
un pueblo, que, a su vez, resultará siendo una metáfora de un país o un pueblo
que ha sufrido muchas fracturas a nivel de desequilibrios socioeconómicos y de
escisiones en las relaciones interpersonales entre los miembros de la comunidad.
Hay una unidad de los personajes no solo por el topos desde donde erigen su lenguaje, su voz y clamor, sino por su vinculación
con esta.
Este nuevo libro de Norabuena Figueroa está conformado por un Prólogo,
cuatro cuentos titulados (“Guerrillero”, “Rostro bajo la luna”, “El muro” y
Cantalicio Sandoval”) y otros en números romanos (“I”, “II”, “III” y “IV”). En
el Prólogo, Mark Cox subraya la ubicación del escritor como “narrador andino”,
su filiación con el tema de la “guerra interna” y la condición de “campesinidad” en el autor. Por
otro lado, menciona que “el enfoque, como dice el título, es la gente que se encuentra
entre los dos lados de la guerra. Hay individuos y familias que sufren por
culpa de uno o ambos bandos, muchas veces por razones personales y no por
ideología” (p. 8). Y es que, efectivamente, entre uno y otro grupo quedó asida,
sobre todo, la población andina que no se adhirió a la subversión pero que, a
su vez, estaba también, civilmente, fuera de las perspectivas del Estado.
Hay un aura
trágica que golpea a los personajes de Norabuena Figueroa en Fuego cruzado, pues sucumben frente a la
pasión personal y a la naturaleza destructiva del “otro”. El espacio o topos narrativo en la obra, pues, anula
la felicidad en los personajes (véanse los retornos de estos personajes, en
diferentes cuentos, a Uchpa encontrando la muerte). De este modo, se intenta
enfatizar el sentido trágico de la condición humana en donde existen dos fuerzas casi incontenibles pero que finalmente
a ambas se llega a través del sometimiento y el terror. Hay, para decirlo como
Michael Foucault (2003), un espacio donde se ejerce el discurso de poder sobre
el cuerpo; es decir, de “vigilar y castigar”. En el cuento “Guerrillero”; por
ejemplo, se ejerce un discurso de poder sobre los cuerpos de ambos bandos:
militares y guerrilleros, finalmente hay un triunfo del discurso de poder sobre
los cuerpos de los “terrucos”, como Jacinto. De igual modo, se ejerce el mismo
discurso de poder sobre el cuerpo en el cuento “I”; esta vez, el medio de sometimiento
o el instrumento de dominio es el lenguaje. En este cuento, la estructura
militar del ejército peruano, utiliza un discurso de autoridad y de poder
representado en la metáfora del fusil: símbolo del poder patriarcal y
relacionado con el falo. El cuento, “Rostro bajo la luna”, no escapa a esta
opción del discurso de vigilancia y castigo, pues, se enmarca en el denominado ajusticiamiento
(“juicio popular”) a tres abigeos a manos de los terroristas. Asimismo, en el
cuento “II”; por ejemplo, las fuerzas terroristas como las militares usan un
discurso de poder representado en el fusil y el falo para perpetrar una
violación a Pullichita. Estos ejercen un discurso de poder sobre el cuerpo
sensible y vulnerable de las mujeres andinas, aunque hay algunas (como
Pullichita) que toman el poder para limpiar la deshonra. De otro lado, en el
relato “El muro”, una vez más, el discurso de poder se ejerce sobre una pareja
de esposos: Alberto y Eugenia. La esposa es asesinada por los militares y el
esposo es muerto por los terroristas. En el cuento “Cantalicio Sandoval”, el
cura ejerce un discurso de poder emparado en la religión cristiana para someter
sexualmente al “otro”: a las hermanas Micaela y Casimira. Resulta importante
precisar, por ello, que el discurso del poder en Fuego cruzado se manifiesta a través de la acción de aquellos en
relación a los “cuerpos” individuales (sujetos sensibles) y colectivos (los
pobladores andinos, los ancianos dirigentes y la familia). El cuerpo, de este
modo, es un elemento simbólico de representación política y cultural.
Por otro lado, este volumen de cuentos denominado Fuego cruzado, se adhiere perfectamente a la denominada narrativa
andina, pues refiere “la tensión simbólica de nuestra cultura (migración,
reformas agrarias, violencia política), la adaptación de la expresión indígena
(el castellano andino); la utilización de técnicas de la novela urbana de
vanguardia; su posición entre el indigenismo y la nueva novela; y el
enfrentamiento de la tradición con la modernidad (lo andino y lo occidental),
además de la síntesis de dicha dicotomía” (Pérez, 2011: 41). Todos estos rasgos
son fáciles de detectar en los cuentos de Edgar Norabuena. Fuego Cruzado, focaliza, con parcialidad, el paso del tiempo y el
manejo de los espacios, no nos dice la década de los acontecimientos sino que
el lector los intuye con pistas que van dejando los múltiples narradores en los
relatos; de este modo, el cronotopo de
la novela subraya particularmente las dos últimas décadas del siglo XX en
nuestro país.
Otro elemento clave que
articula el sistema de representación y configuración de los personajes es
precisamente una racionalidad andina, no diferente al pensamiento mítico que se
desprende de El pensamiento salvaje (1975)
de Lévi-Strauss, que identifica un pensamiento que se estructura en base a la
aprehensión de símbolos para explicar diversos fenómenos. Incluso frente al
cristianismo, esta no se invisibiliza en los personajes, sino los hace
conscientes de una realidad virtual tan válida como la real. En los relatos de Fuego cruzado, por ello, es importante
detenerse en los personajes subalternos que son fieles al catolicismo, pero que
también creen en sus deidades andinas (entiéndase a las referencias a los taitas
antiguos, a los muertos, a los cerros, al puma, al cóndor, a las aves, etc.; y,
al mismo tiempo, a las figuras de la iglesia, la virgen y Dios). Asimismo, tiene
un peso gravitante la “sombra” de la muerte que lo inunda todo y se anuncia
como augurio, como sueño, como pesadilla o como manifestación de la realidad
sociopolítica. En “Guerrillero” se lee: “[e]sa noche mi mamacita soñó malos
augurios. Se iba a pastar y se encontró con un zorro rabioso que le mordió la
mano” (p. 13); en “Rostro bajo la luna”, por ejemplo, se lee: “[c]esó la música
del tocacasette y dejó oírse el zumbido de un qinrish anunciando la cercanía de
la muerte” (p. 32). En “II” se lee: “[e]ntonces, él seguro ha avisado, él
seguro les dijo. Van a venir, compadre, a matarte, así dice hermanita coca que
siempre ve por nosotros” (p. 44); en “El muro” se observa: “!Don Alberto, mi
wawita está enfermo!, diciendo siempre llaman a mi puerta, y yo, agarrando mi
wallki de coca, me voy donde me llamen y rezándole bien, bien a nuestra Mama
Meche y al Taytacho de la Soledad, le hago la qatipa para saber de qué está
enfermo, y es que, en el mundo hay mucha maldad, mucho odio y rencor; mucha
envidia” (p. 53); en “Cantalicio Sandoval” se lee: “[l]os perros aullaron un
dolor muy ajeno y propio a la vez, desconsoladamente. Entre las ramas de los
frondosos eucaliptos cuyas siluetas simulaban gigantes parados entre las colinas,
una lechuza clamó agoreros, ¡tu cuuu, tu cuuu, tu cuuu!” (p. 69). Como hemos
podido advertir, las citas refieren una racionalidad mítica que combina los caracteres
de la vida y la muerte. En esta línea, también son fundamentales las voces de
los narradores personajes, muchos de ellos coinciden en que son sujetos
perseguidos, capturados o fugitivos de sus verdugos pero que al final encuentran
la muerte. Sin embargo, muchos de ellos narran desde la muerte, se resisten a
irse, su defensa es el lenguaje, el recuerdo y la memoria. En este sentido, hay
una influencia notoria (muy marcada) de
Juan Rulfo y de Óscar Colchado por la alusión de la temática tanática del
primero o por la alusión a un espacio arrasado por el mal como Comala o Uchpa y
por la descripción de la geografía mítica andina del segundo. Más allá de eso, también,
se desnuda a individuos marcados por la destrucción, la tragedia, la violencia,
la pobreza y el amor no pleno, sino fracturado en un contexto latinoamericano.
Hay, asimismo, un
elemento reutilizado por Norabuena Figueroa desde sus primeros
textos y que, en Fuego cruzado,
aparece de modo simbólico. Me refiero a la forma de construcción de la
descripción de escenas donde participa todo un bestiario andino, así también a la
flora andina que, por decirlo de algún modo, juega un papel en paralelo a la
trama narrativa. Así aparecen el zorro (que en muchos relatos asoma como
elemento de “ajenidad” que daña el topos
y lo asalta, sirve asimismo al narrador al hacer símiles de ambos bandos:
militar y subversivo), el cóndor (representa al apu, posee la dualidad entre la
muerte y la vida), el puma (representa a un apu), el perro (y su poder de
comunicarse con lo sobrenatural), la lechuza (su canto cerca de la casa de
algún runa anuncia muerte), la queresa (considerada como encarnación de la
muerte), etc. Por otro lado, también, aparecen el eucalipto, el pacay, asimismo
aparecen otras formas de deidades andinas como el rayo, el viento y el río; que
intentan ayudar y compadecerse de los personajes pero, por sobre todo, la violencia
de los “negros encapuchados” y los verdes militares logran asirse de los
cuerpos y las vidas. Porque como señala, una vez más, Walter Benjamín (2001): “[l]a violencia
mítica en su forma original es pura manifestación de los dioses. No es medio
para sus fines, apenas si puede considerarse manifestación de sus voluntades.
Es ante todo manifestación de su existencia”. (p. 39). La recurrencia de
invocaciones a estas deidades andinas y cristianas supone un amparo ante el
terror y la muerte, pero también un diálogo cultural que pese a las fracturas
no ha podido borrarse. Es de este modo que las deidades ejercen una violencia
que no es medio para un fin, sino manifiestan su voluntad y su existencia
fundada en la racionalidad andina de los personajes.
En muchos relatos de Fuego cruzado, la figura de la familia
dentro de la sociedad andina se haya resquebrajada. La incursión de ambos
grupos de poder y sometimiento procuró la fragmentación del sujeto. La afiliación de Medardo en “Rostro bajo la
luna”, anula las relaciones con su familia y con la comunidad que lo ve con
desprecio; en “Guerrillero”, se ve con mayor nitidez que la afiliación al terrorismo (de modo
forzoso) en Jacinto supone el quiebre de los lazos con la comunidad de Uchpa,
pero más allá de eso fracturan las relaciones familiares y de padre a hijo. Más
ejemplos pueden encontrarse en los personajes secundarios de estos relatos, por
lo general son “terrucos” de quienes poco o nada se dice de sus vidas puesto
que hay en ellos una muerte cultural, una ausencia forzosa de los lazos familiares.
Lo que queremos enfatizar aquí es que la afiliación
supone la “destrucción de las filiaciones naturales” (Patriau, 2006: 16) (familia,
comunidad), porque subraya la necesidad vergonzosa de que “[e]l carácter
destructivo no vive del sentimiento de que la vida es valiosa, sino del
sentimiento de que el suicidio no merece la pena” (Benjamín, 1989: 161). El
reclutamiento de individuos de ambos lados (militar y subversivo) en la obra de Norabuena Figueroa suponen la construcción
de racionalidades destructoras en los personajes afiliados a sendero luminoso,
pienso en Jacinto, Medardo y la camarada Judith, que pese tener lazos con la comunidad han sido
absorbidos por una racionalidad destructiva que descree y no reconoce los lazos
con su cultura, su familia.
Por lo que queda decir de Fuego
cruzado, es un conjunto de relatos por donde transitan los muertos buscando
recoger sus huesos y recobrar la sangre derramada; es también el tránsito de
sus voces que son metáforas de lenguaje que, en forma de memoria, intentan
develar historias de injusticias. En esta obra late, con mucho ímpetu, el deseo
de dar cuenta de lo complejo y terrorífico que es la relación de los pobladores
andinos y la sociedad en la que les ha tocado vivir, porque como refiere uno de
los personajes andinos: “[e]staban bajo un inminente y letal fuego cruzado” (p.
76), sin que ellos tuvieran que elegir dicho contexto, no obstante: “aun no ha
venido nadie a hacernos justicia, justicia, justicia…” (p. 82).
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